sábado, 26 de septiembre de 2009

Teresa (Segunda parte)

Eran muchas las noches, especialmente cuando llegaba el buen tiempo y se acostaba más tarde, en las que Teresa se despertaba envuelta en un grito y saltaba de la cama, convencida de haber oido sonar el teléfono en la quietud de la madrugada. Debían pasar un par de minutos para que se calmase y tomase conciencia de que de nuevo su mente jugaba con ella, devolviéndole sonidos del pasado que se le clavaban en medio de la frente. En esta ocasión eran las cuatro y cuarto. Qué lastima de casi dos horas de sueño desaprovechadas, pensó mientras se desplomaba de nuevo sobre la almohada con el corazón retumbándole en el pecho y el susto empujando desde detrás del estómago. A Teresa le daba una rabia inmensa no poder hacer frente a sus propios fantasmas, tenerlos allí siempre consigo, siguiéndola hasta cuando dormía. Clavó la mirada en el techo, donde reinaba una bombilla pelada que colgaba de un cable. Tengo que decirle a la sobrina de Rosa que me traiga una tulipa barata de la tienda en la que trabaja, se recordó dándose la vuelta para colocarse mejor y tratar de conciliar de nuevo el sueño. Pero sabía que eso era imposible. El sonido del teléfono que llegaba desde su ayer podría mantenerla en vela hasta que el infierno se congelase.

El servicio dormía aparte, en unas habitaciones contiguas a la cocina de la planta baja, por lo que no pudieron enterarse del timbre del teléfono sonando una y otra vez. Teresa se había despertado de golpe y casi se cayó de la cama, aterrada ante aquel sonido inusual e insistente en el silencio de la madrugada. El aparato estaba en la mesilla del otro lado, la de su marido y Teresa reptó por la cama para llegar a él y callarle de una vez por todas. Marcos no había llegado aún, pero eso no era ninguna novedad. Los jueves solía quedarse en el club de campo a tomar unas copas y echar unas manitas de pocker con los amigos. Descolgó con dificultad, ya que la impresión aún le paralizaba un poco y contestó un "dígame" bajito, como si la hora sólo invitase a hablar en susurros. De las palabras que le llegaron desde el otro extremo acertó a distinguir Guardia Civil, terrible accidente y lo lamento mucho, señora. Teresa quedó un momento perpleja y sólo acertó a preguntar si no se habían equivocado de número. Tiene usted que venir al Anatómico Forense, señora, es duro pero hay que reconocer el cadáver y hacerse cargo de los trámites, le dijo la voz oficial. No venga sola, avise a alguien, este va a ser un trago difícil, le aconsejó con tono menos formal.

De los dos días siguientes Teresa apenas recordaba nada. Sólo el color caoba oscuro del féretro y el empalagoso olor de las miles de flores engarzadas en coronas que se le metía hasta los hígados y le hacía permanecer en una nausea constante. Su hijo mayor, con catorce años, llorando desconsolado en una esquina sin que ella fuese capaz de abrazarlo en su negación de la evidencia casi catatónica. Y el pequeño ausente, en casa de sus padrinos, para que no tuviese que pasar por un trance tan penoso sin haber cumplido los diez. Se había instalado el velatorio en el salón de su casa y Teresa fué consciente apenas del constante entrar y salir de una marea de gente que a veces le oprimían la mano y a veces le lloraban sobre el hombro. Luego sólo oscuridad. Su cuñada le dijo después que se desmayó en medio del pasillo y que tuvieron que subirla para acostarla y que el médico le diese un sedante.

Pasaron días sin mañana ni tarde, sólo sábanas y caldo de gallina en el paladar hasta que una noche el teléfono volvió a sonar. Sólo era una equivocación, pero devolvió a Teresa a la realidad y , con ella, el dolor, la certeza, el llanto desgarrado. Ni siquiera para eso tuvo tiempo. Antes de que cumpliese un mes de la muerte de Marcos se presentaron en su casa un notario, tres señores muy trajeados y circunspectos y un sargento de la Guardia Civil. Teresa se alegró interiormente de que sus hijos estuviesen pasando el mes de julio en casa de sus tíos, en la playa. Se sentaron en el gabinete, junto a la biblioteca y bien a las claras se veía que todos aquellos caballeros no sabían por dónde empezar. Teresa, de negro y sin ganas de nada, sólo esperaba. El caudal de información se fué desbordando durante dos horas. No se trataba de un accidente: Marcos se había empotrado contra un muro por propia voluntad, acelerando el coche al máximo. El suicidio anulaba todas las pólizas de seguro que tenían contratadas y que les habrían reportado un importante capital. Y seis bancos diferentes estaban a la espera de cobrar las cuantiosas sumas que el marido de Teresa había ido solicitando para cubrir sus desastres en bolsa, las dos hipotecas sobre la casa y las deudas de juego.

La determinación con que Teresa se enfrentó a todo aquello le sorprendió hasta a sí misma. Se vió cada vez más sola, ya que todos los que decían ser sus amigos le volvieron la espalda y se negaron a ayudar en el pozo sin fondo de su desgracia. Vendió primero los tres coches que aún tenían en el garaje. Luego la casa y la finca en el campo, donde pasaban los fines de semana. Pero apenas cubría la tercera parte de la deuda. El hermano de su marido y su cuñada, apelando a su responsabilidad como madre, le pidieron que les dejase hacerse cargo de los estudios de los niños en el colegio privado al que iban los suyos, allá en el norte, un internado de élite del que saldrían para ir a la universidad. No supo decir que no y de la noche a la mañana dejó de oir la voz de sus hijos en el silencio cada vez más inmenso de la casa. Sin saber qué mas hacer acudió al mejor amigo de su marido, que tenía una inmobiliaria, para vender su casa. Todo fué rápido y eficaz y alcanzó un precio respetable, pero aún faltaba dinero. Al final consiguió que el banco se lo aplazase en dieciocho años siempre y cuando demostrase que tenía un trabajo. Se comió la vergüenza y pidió a los que consideraba amigos una oportunidad. No es posible, Teresa, le decían. No sabes hacer nada, ni hablas idiomas ni has hecho otra cosa en tu vida que cuidar de tí y de los tuyos con ayuda de criadas. No nos sirves.

Cuando Teresa entró por primera vez en su nuevo hogar, un bajo interior de una población cercana a la capital, se hundió un poquito. La primera vez que llegó a casa con las manos agrietadas por el amoniaco y el agua fría, dejó caer algunas lágimas. La primera vez que no dejaron que sus hijos se pusieran al teléfono con una excusa banal se derrumbó en su desvencijado sillón y se hartó de llorar. Cuando la grisácea luz de la mañana sacó a Teresa de su cueva de pena, miró por la ventana, hacia el cuadrado de cielo que se atisbaba por encima del patio y decidió que ya estaba bien. Llevó a una tienda de segunda mano los pocos trajes de marca que le quedaban y su abrigo de nutria y con lo que le dieron puso una transferencia a la cartilla de sus hijos. En el mercadillo de los miércoles, su reciente descubrimiento, se compró cuatro trapitos apañados y acordes con su nueva situación. Las cinco horas de limpieza en la galería de alimentáción se sumaron a otras cinco por la tarde en unas oficinas.

Aprendió el valor del dinero, aprendió a fregar con tanta dedicación que sus jefes la felicitaron, aprendió a vivir con lo justo mientras engordaba la cartilla de sus hijos a poquitos y pagaba al banco, aprendió a pensar lo menos posible. Se convirtió en una de las muchas mujeres casi invisibles para el resto de la humanidad que salen de su casa a las cinco de la mañana para llevar algún dinero a casa a costa de su salud y de tragarse las lágrimas. Y una tarde, cuando una de las compañeras de bata azul y lejía le ofreció tomarse un café con el grupo de limpiadoras en él pequeño bar de la esquina, a la salida del trabajo, Teresa aprendió de nuevo a sonreir y descubrió que incluso detrás de una vida como la suya, a veces, se esconden pedacitos de felicidad.

Teresa (Primera parte)

Tuvo que mirarlo por segunda vez para creerlo y así y todo le pareció la memez del año:"Martillo rompecristales. Para acceder al martillo, rompa el cristal".Es lo que tenían sus interminables trayectos en la linea de cercanías, que daba tiempo a percatarse de que el mundo está más hecho para los idiotas. O los comodones, que cada vez abundaban más.Teresa se arrebujó un poco más en su abrigo tratando de calentarse a pesar de que la calefacción del tren había hecho que el resto de pasajeros sudasen a mares. El frío era lo peor. No había dejado de tener frío desde hacía quince años, ni siquiera en los eternos veranos de Madrid, cuando el sol aplasta contra el suelo cualquier cosa que goce de un asomo de vida y marquesinas y farolas dejan de tener sombra por unos instantes, como si quisieran escapar de su fatal destino abrasador. Se miró las mangas gastadas y raídas con resignación, pensando si quizá este año sería posible comprar un abrigo nuevo aunque fuese en el rastrillo. Claro que en noviembre tenía el cumpleaños de sus dos nietos y ella bien sabía que los padres de las criaturas esperaban el regalo. "Manda dinero, mamá, que los chavales tienen de todo. Ya se lo guardamos en la cartilla".

Hacía más de dos años de la última visita de su hijo el mayor. Vino a presentarle a su mujer, que ya estaba embarazada de tres meses. Le hubiera gustado tanto asistir a la boda... No por ser la madrina ni nada de eso, faltaría más, que sus hijos ya tenían a quien acudir para tales asuntos, sino para ver de nuevo la felicidad que rodea a los que parecen tener todo, para volver a sentirse parte de un ambiente selecto, para sonreir con gracia y rechazar con un suave movimiento de mano el canapé de caviar. Su hijo no quiso que se encontrasen en su casa y marcó la cita en una cafetería del centro, de esas que sirven chocolate con espuma de vainilla y pastelillos de dulce de calabaza. Se recordaba a sí misma retorciendo entre sus manos el bolsito de plástico imitando charol que se había comprado en los chinos el día de antes y rezando porque fuese su hijo el que pagase la cuenta, porque apenas le quedaban veinte euros para acabar el mes. Todo fué forzado, glacial y completamente absurdo y los tres cuartos de hora en que estuvieron frente a frente se le convirtieron a Teresa en pura angustia. No veía la hora de salir de allí, de huir de las miradas de desprecio con que la recorrían, fijándose, sin duda, en su blusa de saldo desgastada por el cuello. Supo que los gemelos habían nacido a través de una carta muy formal de su nuera en la que le dejaba caer que sería muy bueno que contasen con un detalle de su abuela paterna para lucir en el bautizo:

"....No le decimos que venga a la ceremonia porque ya sabe donde vivimos y es un largo viaje para usted y sus años. Además queremos una celebración íntima, algo sencillo, ya nos conoce, y sabemos que para usted todo esto supondría un gasto excesivo..."

Supo de la sencillez del bautizo por la página de sociedad del periódico, donde hablaba de los más de ochenta invitados y el elegante lugar del ágape. Al menos, pensó mientras se frotaba con rabia las mejillas para no llorar, los niños llevaban puestas las medallas que les envió.

La voz metálica de la señorita de megafonía le devolvió al ahora y a la escalera mecánica que la subía traqueteando al mundo exterior. Esperaba causar buena impresión a toda costa y que le diesen el trabajo. Era sólo para los sábados, pero pagaban bien por las seis horas de limpieza y Teresa necesitaba el dinero casi con desesperación. Si todo salía como esperaba, sólo le quedarían libres los domingos y casi era un lujo, aunque una conocida le había hablado de ir a limpiar el bar de la peña taurina esos días, para poner orden antes de abrir para el aperitivo. Pensar en el día uno de cada mes era como frotar una llaga con sal, pero había que terminar de pagar la deuda como fuese y ya sólo quedaban tres años.El viento y la lluvia estuvieron a punto de hacerle caer cuando salió de las entrañas de la tierra para cruzar la avenida. Abrió el paraguas sólo para percatarse de su inutilidad con semejante vendaval y dió toda la velocidad que pudo a sus castigados pies para llegar cuanto antes al portal deseado. Le vino a la memoria cómo ella y su prima, con apenas quince años, acodadas en la ventana del salón de su casa y con el calor de la gran chimenea a sus espaldas, se reían y burlaban del jardinero mientras el buen hombre trataba de atar unos rosales en medio de una tormenta descomunal. Qué poca sensibilidad se tiene a esa edad, se reprochó mentalmente. Y más cuando no te falta nada, le susurró su conciencia chirriando como una puerta oxidada.

Eran más de las ocho cuando entró de nuevo en su casa. La tarde había corrido deprisa y ya hacía mucho que era de noche. Teresa odiaba el invierno, no sólo por el frío, sino porque parecía cortar los días como una guadaña, dejándolos reducidos a unas escasas y tristes horas de luz. Sin quitarse el abrigo, encendió la estufa de butano y puso un cazo con agua a calentar para hacerse una sopa de sobre que le entonase un poco. Sacó del bolso un juego de llaves nuevecito con un llavero en forma de corazón mientras sonreía levemente. Le habían dado el trabajo. Quizá sí se comprase un chaquetón en el mercadillo después de todo. De esos con el cuello alto y que imita piel, que parecen muy abrigados. Encendió la tele para tener compañía, se sentó junto a la estufa y volvió a recordar el tacto de la seda, el sabor de un buen café. Su memoria seguía tan transparente como siempre. Volvió allí, a la vida caliente y regalada olvidando, por unos minutos, que de eso hacía ya quince años....

miércoles, 9 de septiembre de 2009

¡¡Nos espera un gran sábado!!

Mi hermana y yo hemos tenido una puntería espectacular para los nacimientos de nuestros hijos: uno mío y uno suyo en agosto y otra mía y otro suyo en noviembre. Y con 10 días de diferencia, para más inri. Arturo el 11 de agosto y Mario el 21. Ale el 15 de noviembre y Blanca el 25. Toma ya. Fastuoso. Solemos juntar los cumples dos a dos y montamos fiestuqui comunal, para goce y disfrute de las Moreno y familias en pleno.

Pero este año, además, tenemos una fiesta aún con más homenajeados: mi tío Manolo, que los cumple el 4 de agosto, y mi primo David que los hace el 28. Cuatro cumples, cuatro, que pensamos lidiar con salero y desparpajo. Hemos decidido que mi casa sea el punto de encuentro familiar, porque como Manolo anda recién operado Mariví esta agotadita, pero el lugar es lo de menos. Respecto a las delicias culinarias, nos las hemos repartido entre las tres, Mariví, hermanísima y yo, para ponernos como el tenazas. Además he encontrado una tienda nueva cerca de casa cuya especialidad son los cafés y los tesesitos, asi que he comprado un café de Colombia que huele espectacularmente bien.

Vale que va a ser un despendole de regalos y la cosa se va a asemejar mucho a nuestros fantásticos días de Reyes, pero mira, que nos quiten lo bailao. He comprado también montones de vasos y platos de plástico, porque lo montamos tipo catering y luego se acaba de recoger mucho antes, dónde va a parar. Y es posible que mi hermanísima se anime y traiga para hacer pucha de cava, para redondear. La verdad es que me apetece un montón, a pesar de la paliza en la cocina que me supone. Me encanta vernos juntos, reirnos juntos, hablar a voces, achucharnos como osos amorosos, chincharnos a ratos, tomarnos el pelo e, incluso, rememorar anécdotas que ya nos sabemos de memoria pero que cada vez suenan diferente.

Va a ser estupendo, llevamos desde junio sin juntarnos en este plan, hemos ido y hemos vuelto de vacaciones, tenemos mucho que contarnos. Ya sabes, Luis, si no tienes planes.... puente aereo, que te lo vas a pasar pipa.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Me está apeteciendo un cine

A ver si lo consigo. Recordar la última vez que fuí al cine. Y no me hagáis la gracia de si me molestaba el tipo que tocaba el piano, que eso es muy viejo. Creo que fue cuando llevamos a mi rey particular a ver "300" y claro, entre que voy poco al cine y el despliegue muscular de sus imponentes protas, pues todavía ando ciertamente ojiplática. Pero la vuelta de vacaciones me ha traido a las retinas tres pelis, de momento, que me encantaría ver: "Agora", la nueva de Amenabar, "District 9", producida por el genial Peter Jackson y "Gamer", que no se quién la dirige y lo cierto es que me importa un pimiento. Porque lo reconejo, queridos, me ciega de nuevo la pasión. Su prota es el ínclito macizorro Gerard Butler. Sí, sí, mi Leónidas del alma. Además, y si eso es posible, está aún más potente. Buf. Sudores me entran cada vez que le veo en la escena sin camiseta y eso que es muy breve para hacerme sufrir.

He conseguido los trailers largos en Youtube para ponerme los dientes aún más afilados. El de "Agora" es fascinante, con unos escenarios apoteósicos. El de "District 9" tiene toda la pinta de anunciar una peli de acción para disfrutar y admirar los efectos especiales. El de "Gamer" pues, con franqueza, parece el avance de un nuevo videojuego (aunque basicamente se trata de algo similar), pero ese Gerard tirando de ametralladora y luciendo físico hace que me olvide del resto. Supongo que para ésta tendré que acabar esperando al dvd si alguien no me la piratea antes, pero soy paciente. Me iré limando los incisivos y ensayando nuevas burradas piropeadoras hasta entonces.

Con lo que me gusta a mí ir al cine... Y ahora van mis hijos con amigos o primas y espero a que me lo cuenten, porque con el precio que te clavan aquí más las palomitas y las Coca-Cola de rigor, lo de ir los cuatro es algo rozando la utopía. Me sale más barato, casi, ir a cenar. Pero cuánto echo de menos encerrarme en mi burbuja de oscuridad y sonido estrepitoso y perderme y vivir en paralelo y gozar y reir y llorar. Hasta aplaudir cuando ganan los buenos, que ya conocéis mi vena horteroemocional.

Ah, pues no, ahora recuerdo que la última vez fué para ver "Kung-Fu Panda" en el Kinépolis, invitados por mi Tita Ví y HP, para el preestreno. Gratis la entrada, las palomitas y la Coca-Cola de medio litro, qué majos los de HP, a ver cuándo repiten. Os dejo los trailers, para que os pongáis al día.