sábado, 26 de septiembre de 2009

Teresa (Primera parte)

Tuvo que mirarlo por segunda vez para creerlo y así y todo le pareció la memez del año:"Martillo rompecristales. Para acceder al martillo, rompa el cristal".Es lo que tenían sus interminables trayectos en la linea de cercanías, que daba tiempo a percatarse de que el mundo está más hecho para los idiotas. O los comodones, que cada vez abundaban más.Teresa se arrebujó un poco más en su abrigo tratando de calentarse a pesar de que la calefacción del tren había hecho que el resto de pasajeros sudasen a mares. El frío era lo peor. No había dejado de tener frío desde hacía quince años, ni siquiera en los eternos veranos de Madrid, cuando el sol aplasta contra el suelo cualquier cosa que goce de un asomo de vida y marquesinas y farolas dejan de tener sombra por unos instantes, como si quisieran escapar de su fatal destino abrasador. Se miró las mangas gastadas y raídas con resignación, pensando si quizá este año sería posible comprar un abrigo nuevo aunque fuese en el rastrillo. Claro que en noviembre tenía el cumpleaños de sus dos nietos y ella bien sabía que los padres de las criaturas esperaban el regalo. "Manda dinero, mamá, que los chavales tienen de todo. Ya se lo guardamos en la cartilla".

Hacía más de dos años de la última visita de su hijo el mayor. Vino a presentarle a su mujer, que ya estaba embarazada de tres meses. Le hubiera gustado tanto asistir a la boda... No por ser la madrina ni nada de eso, faltaría más, que sus hijos ya tenían a quien acudir para tales asuntos, sino para ver de nuevo la felicidad que rodea a los que parecen tener todo, para volver a sentirse parte de un ambiente selecto, para sonreir con gracia y rechazar con un suave movimiento de mano el canapé de caviar. Su hijo no quiso que se encontrasen en su casa y marcó la cita en una cafetería del centro, de esas que sirven chocolate con espuma de vainilla y pastelillos de dulce de calabaza. Se recordaba a sí misma retorciendo entre sus manos el bolsito de plástico imitando charol que se había comprado en los chinos el día de antes y rezando porque fuese su hijo el que pagase la cuenta, porque apenas le quedaban veinte euros para acabar el mes. Todo fué forzado, glacial y completamente absurdo y los tres cuartos de hora en que estuvieron frente a frente se le convirtieron a Teresa en pura angustia. No veía la hora de salir de allí, de huir de las miradas de desprecio con que la recorrían, fijándose, sin duda, en su blusa de saldo desgastada por el cuello. Supo que los gemelos habían nacido a través de una carta muy formal de su nuera en la que le dejaba caer que sería muy bueno que contasen con un detalle de su abuela paterna para lucir en el bautizo:

"....No le decimos que venga a la ceremonia porque ya sabe donde vivimos y es un largo viaje para usted y sus años. Además queremos una celebración íntima, algo sencillo, ya nos conoce, y sabemos que para usted todo esto supondría un gasto excesivo..."

Supo de la sencillez del bautizo por la página de sociedad del periódico, donde hablaba de los más de ochenta invitados y el elegante lugar del ágape. Al menos, pensó mientras se frotaba con rabia las mejillas para no llorar, los niños llevaban puestas las medallas que les envió.

La voz metálica de la señorita de megafonía le devolvió al ahora y a la escalera mecánica que la subía traqueteando al mundo exterior. Esperaba causar buena impresión a toda costa y que le diesen el trabajo. Era sólo para los sábados, pero pagaban bien por las seis horas de limpieza y Teresa necesitaba el dinero casi con desesperación. Si todo salía como esperaba, sólo le quedarían libres los domingos y casi era un lujo, aunque una conocida le había hablado de ir a limpiar el bar de la peña taurina esos días, para poner orden antes de abrir para el aperitivo. Pensar en el día uno de cada mes era como frotar una llaga con sal, pero había que terminar de pagar la deuda como fuese y ya sólo quedaban tres años.El viento y la lluvia estuvieron a punto de hacerle caer cuando salió de las entrañas de la tierra para cruzar la avenida. Abrió el paraguas sólo para percatarse de su inutilidad con semejante vendaval y dió toda la velocidad que pudo a sus castigados pies para llegar cuanto antes al portal deseado. Le vino a la memoria cómo ella y su prima, con apenas quince años, acodadas en la ventana del salón de su casa y con el calor de la gran chimenea a sus espaldas, se reían y burlaban del jardinero mientras el buen hombre trataba de atar unos rosales en medio de una tormenta descomunal. Qué poca sensibilidad se tiene a esa edad, se reprochó mentalmente. Y más cuando no te falta nada, le susurró su conciencia chirriando como una puerta oxidada.

Eran más de las ocho cuando entró de nuevo en su casa. La tarde había corrido deprisa y ya hacía mucho que era de noche. Teresa odiaba el invierno, no sólo por el frío, sino porque parecía cortar los días como una guadaña, dejándolos reducidos a unas escasas y tristes horas de luz. Sin quitarse el abrigo, encendió la estufa de butano y puso un cazo con agua a calentar para hacerse una sopa de sobre que le entonase un poco. Sacó del bolso un juego de llaves nuevecito con un llavero en forma de corazón mientras sonreía levemente. Le habían dado el trabajo. Quizá sí se comprase un chaquetón en el mercadillo después de todo. De esos con el cuello alto y que imita piel, que parecen muy abrigados. Encendió la tele para tener compañía, se sentó junto a la estufa y volvió a recordar el tacto de la seda, el sabor de un buen café. Su memoria seguía tan transparente como siempre. Volvió allí, a la vida caliente y regalada olvidando, por unos minutos, que de eso hacía ya quince años....

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